Este fin de semana me preguntó inocentemente mi hija qué era la Constitución. La respuesta oficial y adaptada a su edad fue que es un documento en el que están escritas las normas básicas para que podamos vivir en paz y en libertad en España. Mientras le daba dicha explicación, me asaltaban numerosos añadidos a mi definición inicial, que obvié decirlos en voz alta por motivos más que justificados, pero que sí quiero compartir con ustedes.
La Constitución es un arma arrojadiza que utilizan nuestros políticos sin ruborizarse y con fines estrictamente partidistas, manchando de colores políticos lo que debería ser un lienzo en blanco. La Constitución es un documento que está continuamente en boca de muchos de nuestros representantes e ilustres ignorantes, aunque en más casos de los imaginables ni lo hayan leído al completo. La Constitución es aquello que es entendido por algunos corsarios políticos y civiles como una patente de corso. La Constitución es el enemigo común de aquellos que quieren imponer sus pensamientos e ideas sobre la voluntad de la mayoría. La Constitución es ese engendro del diablo, que supura tal autoritarismo dictatorial que permite a aquellos que quieren quemarla ostentar cargos de representación pública, desde los que conspiran para destruirla. La Constitución es ese documento sobre el que algunos y algunas juran o prometen y otros lo acatan por imperativo legal, como no nos queda más remedio que acatar al resto de mortales por imperativo legal su nómina a cargo del erario público. La Constitución es el comodín utilizado y vociferado por algunos políticos durante las elecciones, para la misma noche electoral volver a meterlo en un cajón de su despacho junto a los ejemplares de ‘Juego de Tronos’ y ’50 Sombras de Grey’. Y así me asaltaban un sinfín de descripciones sobre la Constitución. Ahora entenderán por qué no las compartí con mi heredera. Y es que esta bofetada de realidad, está a la altura de la que recibirá cuando se entere que los Reyes Magos duermen en la habitación de al lado.
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