Mucho se ha hablado sobre la memoria gráfica de la pandemia en nuestro país. Son numerosas las imágenes de calles vacías, de los aplausos de las ocho de la tarde y de los incumplimientos de las medidas indicadas desde las autoridades, pero de lo que prácticamente no tenemos nada es de la parte más dura y trágica de la COVID-19. Imágenes que nos hagan recordar que han fallecido oficialmente más de 28.000 personas, a las que presumiblemente habría que añadir unas cuantas de miles más. Es incomprensible que ante una catástrofe de este calibre, haya habido una especie de apagón informativo en relación a imágenes que estuvieran a la altura de la crudeza de la situación que hemos sufrido.
Los fotoperiodistas se han quejado amargamente de que durante estos meses no han podido realizar su trabajo como les hubiera gustado, ejerciendo de notarios gráficos de lo que realmente estaba pasando en España. A estos también se han unido incluso varios representantes del sector médico, que se lamentan de que los medios de comunicación no hayan podido captar lo que realmente sucedió en las UCIs, para así poder concienciar a la sociedad de la situación en la que estamos todos aún inmersos. Son muchas las voces que defienden que si la gente viera imágenes impactantes de los últimos meses, esto serviría para que hoy en día no nos relajáramos en las medidas de prevención. Es cierto que en este punto siempre aparece el debate entre la delgada línea roja que separa el periodismo de rigor del sensacionalismo. Soy consciente de que es difícil discernir en algunos casos la idoneidad o no de publicar una imagen, pero lo que es evidente es que dentro de medio siglo cuando se hable de la COVID-19 habrá muchos datos y estadísticas numéricas, pero de lo que estarán escasos será de imágenes acordes con la realidad de lo que se vivió.
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