Ahora que van poco a poco apagándose las llamas de las hogueras del sinsentido en diferentes ciudades españolas y, por lo tanto, reduciéndose la temperatura de mis pensamientos y reflexiones, me decido a lanzar este adoquín de letras hacia las hordas sectarias y antidemocráticas que, por desgracia, tanto protagonismo han tenido durante estos últimos días en nuestro país. Unas hordas, por cierto, que están compuestas por dos sectores muy bien diferenciados, los que van con pasamontañas y destruyen a su paso todo lo que encuentran y los que desde diferentes cargos públicos y sólo tapados con mascarillas alientan y aplauden a los que quieren destruir las libertades ganadas con mucho esfuerzo y valentía.
El debate sobre los límites de la libertad de expresión no debe asustar a nadie, pero éste se debe articular bajo el único prisma de la razón, dejando a un lado los intereses ideológicos y partidistas. Justo lo contrario de lo que está sucediendo dentro de nuestras fronteras. El problema es que si pasamos por el filtro de la coherencia las acciones y proclamas de algunos de los protagonistas, muchas de ellas quedarían retenidas y tendrían que desecharse al cubo de la basura ideológica. Al rapero, de cuyo nombre no quiero acordarme, pretenden algunos convertirle en mártir y adalid de la libertad de expresión. Utilizan el comodín de la cultura, como si fuera un escudo que aguantara todas las tropelías. Quizás el problema de base es determinar qué es cultura y dónde están sus límites, porque entiendo que partimos de la premisa de que la cultura también tiene unas líneas rojas que no debe superar. ¿Es cultura que un cantante entonara unos versos diciendo que los niños merecen ser violados? ¿Es cultura que un dibujante justificara y fomentara la violencia machista? ¿Es cultura que un grafitero plasmara en una pared mensajes que fomenten el odio hacia los negros, los moros o los judíos? Mi humilde opinión es que esto no es cultura, sino barbarie. Al igual que pienso que desear la muerte a políticos, reyes y policías dista mucho de lo que debería entenderse por cultura. Por lo tanto, seamos valientes y fijemos dónde están los límites de lo que puede o no soportar la cultura, pero insisto, dejando a un lado los adoctrinamientos ideológicos y los corsés de lo políticamente correcto. ¿Queremos una sociedad en la que personas de diverso pelaje manifestaran públicamente los mensajes indicados anteriormente sin que tengan consecuencias por ello? Si estamos dispuestos a asumir eso entonces pliego velas y el debate ha llegado a su fin. Eso sí, deberíamos comprar todos un chaleco antibalas para nuestra conciencia, porque las ráfagas de odio, violencia y discriminación que tendríamos que soportar serían de gran calibre.
Lee aquí el artículo completo publicado en La Nueva Crónica