El caleidoscopio del tiempo tiene el poder de modificar la percepción que tenemos de una imagen, un símbolo, un sonido… e incluso me atrevería a decir, de la vida misma. Hasta hace siete años que de un balcón colgara una bandera de España se interpretaba por algunos como una actitud con aroma a facherío y alcanfor. Y si a algún atrevido le daba por mostrar a los viandantes una bandera republicana, muchos de estos pensaban que el inquilino de esa vivienda era un trasnochado y un soñador iluso.
Pero parte de todo esto cambió en 2010 gracias a un manchego y a un balón, que les dio por entenderse en el continente africano, donde la selección española ganó un Mundial al ritmo del ‘Waka Waka’ y también de las inolvidables vuvuzelas, una especie de trompetas desconocidas hasta ese momento para la mayoría de los mortales. El día en que «Iniesta de mi vida» marcó el gol a los naranjitos holandeses todos los prejuicios hacia la bandera española implosionaron, consiguiendo que el ideario colectivo dejara de vincular la bandera española con otros tiempos pasados.
Lee aquí el artículo completo publicado en La Nueva Crónica