El sonido indescriptible del mármol rozando entre sí hasta escuchar un golpe seco marca el final, la despedida, el adiós. Es el último exponente de esa manida y socorrida expresión ‘ley de vida’, que durante varios días no ha cesado de salir de mi garganta y que también ha martilleado mis oídos. Lo más preocupante es que a pesar de que esta frase es categórica y no falta a la verdad, nos empeñamos en querer olvidarnos de ella y pensar que somos tan importantes como para ser inmortales.
Y es en esos momentos cuando te das cuenta de que nos guste o no, la mayoría de las personas de nuestra cultura no estamos preparados para afrontar la muerte propia ni la de otros como el trance más natural posible. Una vez que naces, se te abren ante ti miles o millones de acciones o situaciones que marcarán tu vida, no hay nada seguro excepto una cosa, tu muerte. Quizás el problema ya empieza desde la niñez cuando queremos alejarla lo más posible de los niños, haciéndoles mirar para otro lado para supuestamente no hacerles pasar por situaciones que puedan provocarles algún tipo de trauma. Sin darnos cuenta que este afán por vacunarles ante el dolor, puede en el futuro tener consecuencias más negativas que si desde pequeños les vamos educando poco a poco en la cultura de la muerte, que es sin duda también la cultura de la vida.
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