Las bibliotecas podrían calificarse como templos de la memoria. En ellas se almacenan toneladas de sabiduría e incontables historias, algunas reales y otras imaginadas, pero, al fin y al cabo, historias. Eso sí, las bibliotecas no son el único disco duro donde se almacena el pasado. Hay otros lugares, algo más ruidosos, que también ejercen de hemeroteca de la vida. Me refiero, indudablemente, a los bares. Por eso, cada vez que uno de estos establecimientos con solera echa la trapa para siempre, dentro quedan atrapados miles de momentos e instantes que han ido depositando, sin saberlo, sus clientes.
Por esta razón, cuando un bar de los míticos, en cuya barra se han apoyado varias generaciones, cierra sus puertas, una parte de la historia colectiva de un barrio de una gran ciudad o de un pueblo entero sufre una pérdida difícil de explicar. Es como si nunca pensáramos que ese negocio fuera a cerrar; le asumíamos cierto aire de inmortalidad, sin darnos cuenta de que todo tiene fecha de caducidad.
La primera vez que sufrí esta sensación de incredulidad fue cuando la discoteca ‘Las Pérgolas’ de mi pueblo, Valencia de Don Juan, puso el cartel de «cerrado para siempre». Cuántos primeros besos, desamores, confidencias, flirteos, miradas cómplices y horas de miles de personas quedaron dentro de sus jardines y su pista de baile. En un primer momento tenías el consuelo de, al pasar por la calle Mayor y estar el ‘muerto’ en cuerpo presente, recordar más nítidamente los momentos vividos. Pero el impacto de la pérdida se acrecentó cuando Las Pérgolas se demolieron y se convirtieron en un supermercado. Donde antes entrelazabas las manos de un amor de verano, ahora compras el pan, y en el lugar donde antes el pinchadiscos nos hacía bailar al ritmo que él quería está el lineal de perfumería.
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