Vivimos rápido. Demasiado rápido. Tan rápido que nos olvidamos de lo importante que es detenerse de vez en cuando para otear pausadamente todo lo que nos rodea. Nuestra vida va a una velocidad tan vertiginosa que hemos perdido la noción de que hay un freno de emergencia, pero muy pocos somos capaces de recordar que existe. Una vez que subes o te suben al tren de la vida que todos supuestamente anhelamos tener, comienzas un viaje en el que nos guste o no está lejos de poder ser controlado por nosotros mismos.
Un ejemplo plausible de que hemos perdido la conciencia de la rapidez con la que vivimos es la incesante evolución tecnológica que nos atropella. Quien sea, no nos ha dado a elegir si queremos o no ser prisioneros de la transformación digital, nos lo han impuesto de tal manera que nos hemos creído que lo decidimos nosotros. Es más, nos autoconvencemos de que ese es el camino para disfrutar de una vida más cómoda y placentera. Ya asociamos sin previo examen y escrutinio concienzudo un adelanto tecnológico como algo positivo para nuestro día a día particular y también colectivo. Sólo identificamos los aspectos positivos, dejando los puntos negativos como algo residual y sin mayor importancia. Pero de vez en cuando se hace pública alguna noticia, que aunque muchas veces pasa desapercibida, hay ocasiones que hace despertar esa parte del cerebro que tenemos adormilada y que entre otras cosas es el lugar donde todavía puedes encontrar la ubicación del freno de emergencia que comenté anteriormente.
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