27/06/2019

Sólo le pido a Dios

Por Pedro Lechuga Mallo

Su traje negro desgastado, como si hubiera sido testigo de incontables bodas, y su camisa blanca arrugada no hubieran llamado mi atención si no estuvieran combinados con unas chanclas, eso sí, negras. Sus pies, parte del cuerpo más cercana a la tierra, es decir, a la realidad, eran los que contaban la verdadera situación personal y económica del modelo que portaba ese llamativo conjunto. El traje no era más que un disfraz para imprimir algo de seriedad impostada junto a la guitarra que llevaba entre sus manos. Personajes como éste no escasean en el metro de Madrid, pero es lo que tiene ser de provincias, que cuando vamos a los madriles nos fijamos en detalles o personas que seguramente para los lugareños se han vuelto invisibles.

Subió al vagón en la parada Rubén Darío, por pura casualidad lógicamente, pero yo lo quise entender como una posible señal premonitoria sobre lo que podría salir de sus cuerdas vocales. Sus facciones hacían imposible adivinar su edad exacta, aunque creo que rondaría los sesenta años. Mirándole de reojo estaba expectante por escuchar la canción que serviría de excusa para posteriormente pedir la voluntad a sus compañeros de viaje. Los primeros acordes me eran familiares pero no conseguía identificarlos, no sé si por mi ignorancia musical o por errores continuados provocados por los gordos dedos que presionaban las cuerdas de su guitarra marrón oscura. Pero mis dudas se disiparon cuando escuché sus dos primeras palabras, que no fueron otras que ‘bailar pegados’. No sé ustedes, pero el escenario y el solista hacían prever cualquier cosa excepto esta balada de Sergio Dalma. Versionada, eso sí, pero su efecto era el mismo. No desentonaba, pero si fuera un concursante de Got Talent recibiría merecidamente cuatro noes por parte del jurado.

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