Los sonidos son verdaderos agujeros de gusano que nos permiten viajar a través del tiempo. Con la única salvedad de que las agujas del reloj de tu propia historia sólo pueden avanzar vertiginosamente hacia la izquierda, llevándonos hasta lo vivido en algún momento del pasado o mejor dicho, hacia lo que recordamos haber vivido, que no siempre se corresponde con lo sucedido realmente. Nuestro cerebro se toma ciertas licencias y una de ellas es ésta, construir de vez en cuando recuerdos a medida, hechos con algunos trazos de realidad, pero enlazados con un hilo neuronal que sirve para quedar cosido en nuestra memoria.
Hace unos días el destino o la casualidad, llámenlo como quieran, hizo que desde mi casa, el silencio que atronaba desde el exterior se viera roto en mil pedazos por un chiflo de un afilador. En tan sólo un segundo mis recuerdos se afilaron tan rápidamente que retrocedí varias décadas, cuando siendo un niño, escuchaba ese mismo sonido en mi localidad natal, Valencia de Don Juan. Ese viaje al pasado finalizó repentinamente a causa de otro sonido. La voz de mi hija mientras me preguntaba qué era eso que se escuchaba. Le expliqué quién era un afilador, aunque si les soy sincero, no sé si conseguí que su razonamiento de nativa digital fuera capaz de entender una profesión que, sin duda alguna, está en peligro de extinción.
Lee aquí el artículo completo en La Nueva Crónica.