Category: Opinión

Matemos al periodista

Tras lo vivido durante los últimos días entenderán a la perfección por qué nuestro país está en el puesto número 29 en el ranking de la Libertad de Prensa de Reporteros Sin Fronteras (RSF). Es más, considero que nos hemos ganado a pulso descender unos cuantos puestos más. Espero que los compañeros de RSF estén tomando nota de los acontecimientos protagonizados por nuestros amados líderes políticos y así cuando actualicen dicha clasificación, a más de uno se le caiga la cara de vergüenza.

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El Palacio de Hielo vacío

Mucho se ha hablado sobre la memoria gráfica de la pandemia en nuestro país. Son numerosas las imágenes de calles vacías, de los aplausos de las ocho de la tarde y de los incumplimientos de las medidas indicadas desde las autoridades, pero de lo que prácticamente no tenemos nada es de la parte más dura y trágica de la COVID-19. Imágenes que nos hagan recordar que han fallecido oficialmente más de 28.000 personas, a las que presumiblemente habría que añadir unas cuantas de miles más. Es incomprensible que ante una catástrofe de este calibre, haya habido una especie de apagón informativo en relación a imágenes que estuvieran a la altura de la crudeza de la situación que hemos sufrido.

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La noche de las hogueras apagadas

Vulcano, dios romano del fuego, fue hace unos meses víctima de la capacidad extintora de la COVID-19, cuando fue testigo de cómo este virus apagaba de un plumazo las Fallas. Pero no por ello, ha dolido menos el apagón de las hogueras de San Juan en aquellas ciudades, como León, en las que disfrutamos de la cristianización de la fiesta pagana del solsticio de verano. La COVID-19 ha demostrado que no sólo apaga la llama de las vidas humanas, sino también el fuego en torno al cual nuestros ancestros se reunían para dar fuerza al Sol, ya que tras ir ganando en protagonismo, a partir de ese momento la noche comenzaría a ir comiéndole de nuevo terreno.

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La pandemia de la censura

Cuando en una misma frase se unen dos conceptos con connotaciones tan negativas como son pandemia y censura, adivinarán que lo que leerán a continuación va a ser de todo menos halagüeño. Esta columna lleva por título ‘La pandemia de la censura’, pero bien podría haberse llamado también ‘La censura de la pandemia’, porque en el caso que les voy a contar, el orden de los factores no altera el producto, que no es otro que indignación, rabia, impotencia e incredulidad. Vaya por delante que el hecho que narraré a continuación me ha ocurrido en mis propias carnes, o mejor dicho, en mis propias letras.

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Manifestaciones y fútbol

Hoy por la noche se volverá a escuchar un silbato muy especial en la ciudad de la Torre del Oro. Tras varios meses de silencio sepulcral, ese sonido estridente volverá a ser escuchado por cientos de miles de personas. Eso sí, a diferencia de lo que ocurría antes de la Covid-19, dicho sonido llegará a nuestros oídos exclusivamente a través de la televisión o de la radio. Otrora había unas decenas de miles de privilegiados que escuchaban ese silbato en directo, pero ahora la lista de elegidos no irá más allá de los propios protagonistas de pantalón corto y de los cámaras, técnicos y periodistas que serán los responsables de meternos el fútbol en casa.

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Salimos más fanáticos

No sé si de la pandemia ‘Salimos más fuertes’, como reza el lema de la nueva campaña del Gobierno, pero de lo que estoy seguro es de que ‘Salimos más fanáticos’. Mientras la curva de fallecidos no paraba se subir, algunas voces afirmaban, o más bien deseaban, que de esta situación tan excepcional saldríamos reforzados tanto como sociedad como a nivel individual. Es más, no son pocas las firmas comerciales que han ideado sus campañas publicitarias en esta misma línea, destacando que ahora valoramos más las ‘pequeñas’ cosas a las que antes no dábamos importancia. Pero sintiéndolo mucho, a mi parecer todo esto es puro marketing vacío de contenido real. Tanto lo de ‘Salimos más fuertes’, como lo de que ahora vamos a dar valor a las cosas que realmente lo tienen.

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La vida es un juego

Cada vez estoy más convencido de que vivimos en una especie de ‘Cluedo’, en el que en vez de averiguar quién cometió el asesinato, en qué lugar de la mansión y con qué arma, tenemos que adivinar con quién podemos salir a la calle, a dónde tenemos permiso para ir y en qué intervalo horario podríamos hacerlo. Nunca pensé que vivir en un mundo organizado por fases se convirtiera en un desfase total. Y tampoco tengo claros los porcentajes de culpa que hay que repartir entre los organizadores del juego ‘Cluedo confinado’ y las fichas que nos movemos por el tablero de asfalto. Es cierto que las instrucciones del juego tienen bastantes lagunas y que los cambios continuos de las reglas no ayudan mucho, pero las fichas también tenemos lo nuestro.

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Cuando el jarabe democrático se convierte en cicuta

Estamos acostumbrados a que los aplausos indiquen el final de una función, pero la COVID-19 ha puesto al mundo que conocíamos tan patas arriba, que el espectáculo de verdad ha comenzado tras varias semanas de aplausos. Eso sí, es cierto que ya veníamos siendo testigos en las últimas jornadas de muchos y variados ‘spoilers’ que nos dejaban entrever lo que vendría después.

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Momentos con alma

Un concierto sin público o un partido de fútbol sin aficionados transmiten el mismo vacío que pasar toda una vida sin haber amado. No voy a ser yo el que defienda la teoría del médico norteamericano Duncan MacDougall, quien afirmaba que el alma de las personas pesa 21 gramos, pero de lo que estoy seguro es de que hay ciertas situaciones o momentos que tienen alma propia. Lo de menos es su peso. Lo importante es que la unión de miles de personas en torno a un mismo elemento da lugar a algo que sentimos y que recorre todo nuestro organismo, pero que no podemos describir con palabras. Los dos factores que protagonizan esta simbiosis se necesitan entre sí para dar lugar a sensaciones inigualables. Por separado no son nada.

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El club de la comedia distópica

No sé ustedes cómo llevarán eso de las salidas controladas por el doble reloj de la vida, el que se puede consultar en las manillas de la fecha de nacimiento del DNI y el que llevamos atado a la muñeca. En mi caso, el salir de la pecera de cemento y ladrillo de mi casa me provoca cierto desgaste mental. Mientras voy caminando observo a las decenas de personas que deambulan a mi alrededor y me entran ganas de frotarme los ojos para descartar que estamos viviendo en una distopía. Pero como es desaconsejable tocarse los ojos con las manos, no tengo más remedio que aceptar la supuesta realidad que está ante mis ojos y que es digna de una novela futurista y distópica. Y así sigo maquinando y pensando si seríamos capaces de acostumbrarnos a que esta excepcionalidad se convirtiera en normalidad. Es más, mi cabeza no descansa hasta que vuelvo a mi madriguera y dejo de ver zombies de entre 14 y 70 años arrastrándose por el asfalto.

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